La Habana, además de la capital de Cuba, es un estado de ánimo. Situada a la boca del golfo de Méjico, y a un paso de la estadounidense península de la Florida, fue fundada en 1515 por un Diego Velázquez que no pintaba nada. Luego la trasladaron al norte, su actual emplazamiento, con el nombre de San Cristóbal de La Habana y en el siglo XVII su puerto se convirtió en el más activo de América ya que era punto de partida de las flotas de Indias hacia Sevilla.
El comercio del algodón, el azúcar, el tabaco y los esclavos monopolizó la actividad económica durante dos siglos y tras la ocupación inglesa, en 1762, la adopción del libre comercio contribuyó a aumentar la importancia de la ciudad, hasta el punto de que su puerto fue uno de los diez más activos del mundo. Allí volaron el buque Maine, en oscuras circunstancias, y el enfrentamiento entre los Estados Unidos y España se saldó con la independencia de Cuba, más aparente que real, dados los intereses estratégicos y económicos del poderoso vecino. En 1959 la guerrilla gestada en Sierra Maestra y dirigida por Fidel Castro entró en la Habana y la revolución acabó con la dictadura de Fulgencio Batista.
Actualmente La Habana es una ciudad fascinante y caótica con más de dos millones de habitantes y tres zonas claramente diferenciadas: La “Habana Vieja” -donde se amontonan las ruinas de espléndidos edificios de estilo colonial español-; el “Vedado”, una especie de ensanche -con lugares tan conocidos como la Calle Veintitrés, el Hotel Habana Libre y la heladería Copelia- y, por último, “Miramar”, la zona moderna y residencial atravesada por la famosa Quinta Avenida donde se encuentran embajadas, sedes de empresas turísticas y las residencias privadas de los altos funcionarios del gobierno. Allí, en Miramar, acostumbran a hospedarse algunos de los intelectuales y artistas españoles que callan y otorgan ante ésta y esa mitad de dictaduras que agobian al mundo aunque presumen de haberle liberado de la esclavitud . La diferencia entre esta zona y otros barrios habaneros donde vive la gente de a pie, entre desconchones y farolas rotas, es abismal.
En buena parte de las calles de La Habana apenas hay alumbrado nocturno y la desidia y el abandono de los servicios públicos son tan notorios que todo respira una dejadez como de siglos. Por las calles de la capital cubana circulan coches de más cuarenta años -relucientes de pintura rabiosamente roja, verde, azul o amarilla- y dotados de unos frenos sujetos con cuerdas de cáñamo entre enjambres de bicicletas irrespetuosas con las reglas del tráfico y con las otras.
Durante mi estancia, el bloqueo norteamericano me pareció menos grave que el bloqueo interno que el país se aplica a sí mismo. El ciudadano cubano medio con el que me encontré, en diferentes ambientes y circunstancias, parece educado en la dependencia de los recursos ajenos. Ve con buenos ojos que cada vez se trabaje menos porque no vale la pena hacerlo. Un abrecoches de hotel, ya se sabe, recibe en propinas diez dólares al día mientras los profesores universitarios o los médicos cobran doce euros al mes y además en pesos cubanos que no sirven para casi nada. Así que no queda más remedio que elegir entre la fuga o la supervivencia al margen de la ética revolucionaria. La prostitución -consentida oficialmente bajo y sobre cuerda- empieza a ser una de las mayores fuentes de ingreso de divisas, igual que en aquellos tiempos nefandos que pretendía corregir la revolución. Mi experiencia personal -llegué cargado de ropa, medicamentos y material escolar, por aquello de la solidaridad con el pueblo cubano- fue demoledora en este sentido. Regresé de la isla caribeña totalmente convencido de que la corrupción es el verdadero deporte nacional y estoy por decir que los únicos cubanos que no lo practican son los cubanos muertos, aunque de ninguna manera me atrevería a jurarlo.
En la Habana hay que visitar el Morro y la Cabaña; el Malecón y el Parque Central; el Capitolio -con sus escaños de madera de caoba- y, desde luego, el Museo Napoleónico y la Plaza de la Revolución, con su monolito y sus paredes interiores llenas de poemas de José Martí, mientras en sus alrededores sobrevuelan los buitres bajo una rosa de los vientos que marca las distancias en kilómetros con las diferentes capitales del mundo. En la Habana Vieja hay novecientos siete edificios catalogados como históricos -es Ciudad-Patrimonio de la Humanidad- pero casi todos se están cayendo literalmente a pedazos. Su Catedral, de estilo barroco colonial, está en una plaza donde se instala un mercadillo dominical de pintores y artesanos en el que se pueden adquirir a precios muy baratos desde las maracas de Machín hasta tallas de corteza de “palmera preñada” que representan máscaras de dioses del vudú. La playa de Santa María, a pocos kilómetros de la ciudad, es la típica playa caribeña que se nos aparece en sueños: sin agobios de gente, de arenas finas, y con palmeras junto al agua, bajo las que descansan muchachas con cuerpos de diosa procedente de un Olimpo de chocolate.
En la Habana todos los niños de edad escolar van uniformados y llevan pantalón o faldita de color rojo, según el sexo. Bajo un pañuelo azul cielo, lucen camisas blanquísimas en una ciudad donde tantos adultos musculosos se cubren con camisetas que alguna vez debieron ser como la nieve y ahora tienen el color de la barba del Che. Parecen felices y poco conscientes del futuro que les espera pero no paran de quejarse. Al menos, los cerca de cien cubanos distintos con los que llegué a hablar. La moneda real -ya oficial, sin disimulos- es el dólar USA. El peso cubano, que sólo se usa para devolver la calderilla a los turistas, es depreciado hasta por los pedigüeños. En cambio el dólar, -!ay, el dólarsito, tú sabeh"¡- es el sueño desesperado de todos; algo así como una devoción idólatra hacia el becerro de oro, que ha sustituido a la de antigua por la Virgen de la Caridad del Cobre. De manera que puede decirse sin faltar a la verdad que la Revolución ha convertido a la inmensa mayoría de los cubanos fidelistas en buscadores de oro; sólo que este oro es de papel color verde y lleva una foto presidencial norteamericana en el centro geométrico del rectángulo.
El “Mercado Central” habanero -con carne de cerdo y pollo sobre largas mesas de madera sin demasiada protección sanitaria o higiénica- me pareció aceptable comparado con las “bodegas” -únicas tiendas de comestibles--que están sujetas a la cartilla de racionamiento. En esas bodegas esquinadas bailaban apenas cuatro racimos de plátanos negruzcos porque lo que se produce de calidad está exclusivamente a disposición de los turistas en lugares donde no tienen autorizado el acceso los ciudadanos de Cuba.
La Habana es una ciudad hechicera que subyuga y acongoja a quien se atreve a patear sus calles durante varios días seguidos con los ojos abiertos. Seducen sus descomunales imperfecciones, su decadencia obsoleta, sus deslucidos y sus grietas. Y esa artística lentitud, más vaga que calmosa, adornada por el calor que amamanta una gente sensual entregada a la música en todas partes y a todas horas. La Habana sabe a mango y a ron añejo de caña y huele a abrazo sudoroso entre un marinero de aquellos barcos que ya no fondean su puerto. Cualquier mulata de las que pasean por el Malecón con toda la salsa del mundo alojada bajo de la raya de su cintura brilla más que todas las consignas oficiales juntas.
Hay una comida-rancho para los cubanos llamado arroz congrí (a base de alubias negras) mientras el turista disfruta del plátano frito -macho, no dulce, y cortado en rodajas finas como las patatas Matutano- de la yuca y la malanga. Comer langosta -escasa, cara e insípida-, y entre tanta escasez, parece un pecado mortal que no debe cometerse más de una vez mientras no cambien allí las cosas. El café que traje parecía finlandés de puro malo pero a Cuba la salva ese ron ideal para olvidar lo que pudo haber sido y no fue: el ron de los mojitos de la Bodeguita del Medio y de los daiquiris del Floridita.
Cerca del Parque Lenin y el Botánico -con un espléndido jardín japonés- hay un fantástico restaurante -“La Ruina”- levantado sobre muros derruidos de un viejo molino. Pocas veces he visto una conjunción arquitectónica tan perfecta entre los restos apulgarados de una casa hundida y la nueva obra de hormigón y cristal. En un porche gigantesco hay varios árboles centenarios encerrados en una jaula de vigas sin muros pero sacan las ramas por los espacios abiertos como si fueran brazos en busca de la libertad, tan cara allí como la carta del restaurante.
Habrá quien piense que con una experiencia así no le pueden quedar a nadie ganas de regresar a Cuba. No estoy de acuerdo. Ya digo que La Habana tiene algún raro hechizo que te contagia la enfermedad de la nostalgia y las ganas de volver. Volver a escuchar sus boleros inmortales, a pasear junto a los leones de bronce del Paseo de Prado, a mojarte con los bandazos de las olas del Malecón, a tomar otro mojito de ron Legendario y a mirar el cielo por encima de esos buitres que revolotean el cielo azul-añil guardando el cadáver agusanado de la Revolución entre los versos guantanameros del poeta José Martí.
Sergio Coello Trujillo
El comercio del algodón, el azúcar, el tabaco y los esclavos monopolizó la actividad económica durante dos siglos y tras la ocupación inglesa, en 1762, la adopción del libre comercio contribuyó a aumentar la importancia de la ciudad, hasta el punto de que su puerto fue uno de los diez más activos del mundo. Allí volaron el buque Maine, en oscuras circunstancias, y el enfrentamiento entre los Estados Unidos y España se saldó con la independencia de Cuba, más aparente que real, dados los intereses estratégicos y económicos del poderoso vecino. En 1959 la guerrilla gestada en Sierra Maestra y dirigida por Fidel Castro entró en la Habana y la revolución acabó con la dictadura de Fulgencio Batista.
Actualmente La Habana es una ciudad fascinante y caótica con más de dos millones de habitantes y tres zonas claramente diferenciadas: La “Habana Vieja” -donde se amontonan las ruinas de espléndidos edificios de estilo colonial español-; el “Vedado”, una especie de ensanche -con lugares tan conocidos como la Calle Veintitrés, el Hotel Habana Libre y la heladería Copelia- y, por último, “Miramar”, la zona moderna y residencial atravesada por la famosa Quinta Avenida donde se encuentran embajadas, sedes de empresas turísticas y las residencias privadas de los altos funcionarios del gobierno. Allí, en Miramar, acostumbran a hospedarse algunos de los intelectuales y artistas españoles que callan y otorgan ante ésta y esa mitad de dictaduras que agobian al mundo aunque presumen de haberle liberado de la esclavitud . La diferencia entre esta zona y otros barrios habaneros donde vive la gente de a pie, entre desconchones y farolas rotas, es abismal.
En buena parte de las calles de La Habana apenas hay alumbrado nocturno y la desidia y el abandono de los servicios públicos son tan notorios que todo respira una dejadez como de siglos. Por las calles de la capital cubana circulan coches de más cuarenta años -relucientes de pintura rabiosamente roja, verde, azul o amarilla- y dotados de unos frenos sujetos con cuerdas de cáñamo entre enjambres de bicicletas irrespetuosas con las reglas del tráfico y con las otras.
Durante mi estancia, el bloqueo norteamericano me pareció menos grave que el bloqueo interno que el país se aplica a sí mismo. El ciudadano cubano medio con el que me encontré, en diferentes ambientes y circunstancias, parece educado en la dependencia de los recursos ajenos. Ve con buenos ojos que cada vez se trabaje menos porque no vale la pena hacerlo. Un abrecoches de hotel, ya se sabe, recibe en propinas diez dólares al día mientras los profesores universitarios o los médicos cobran doce euros al mes y además en pesos cubanos que no sirven para casi nada. Así que no queda más remedio que elegir entre la fuga o la supervivencia al margen de la ética revolucionaria. La prostitución -consentida oficialmente bajo y sobre cuerda- empieza a ser una de las mayores fuentes de ingreso de divisas, igual que en aquellos tiempos nefandos que pretendía corregir la revolución. Mi experiencia personal -llegué cargado de ropa, medicamentos y material escolar, por aquello de la solidaridad con el pueblo cubano- fue demoledora en este sentido. Regresé de la isla caribeña totalmente convencido de que la corrupción es el verdadero deporte nacional y estoy por decir que los únicos cubanos que no lo practican son los cubanos muertos, aunque de ninguna manera me atrevería a jurarlo.
En la Habana hay que visitar el Morro y la Cabaña; el Malecón y el Parque Central; el Capitolio -con sus escaños de madera de caoba- y, desde luego, el Museo Napoleónico y la Plaza de la Revolución, con su monolito y sus paredes interiores llenas de poemas de José Martí, mientras en sus alrededores sobrevuelan los buitres bajo una rosa de los vientos que marca las distancias en kilómetros con las diferentes capitales del mundo. En la Habana Vieja hay novecientos siete edificios catalogados como históricos -es Ciudad-Patrimonio de la Humanidad- pero casi todos se están cayendo literalmente a pedazos. Su Catedral, de estilo barroco colonial, está en una plaza donde se instala un mercadillo dominical de pintores y artesanos en el que se pueden adquirir a precios muy baratos desde las maracas de Machín hasta tallas de corteza de “palmera preñada” que representan máscaras de dioses del vudú. La playa de Santa María, a pocos kilómetros de la ciudad, es la típica playa caribeña que se nos aparece en sueños: sin agobios de gente, de arenas finas, y con palmeras junto al agua, bajo las que descansan muchachas con cuerpos de diosa procedente de un Olimpo de chocolate.
En la Habana todos los niños de edad escolar van uniformados y llevan pantalón o faldita de color rojo, según el sexo. Bajo un pañuelo azul cielo, lucen camisas blanquísimas en una ciudad donde tantos adultos musculosos se cubren con camisetas que alguna vez debieron ser como la nieve y ahora tienen el color de la barba del Che. Parecen felices y poco conscientes del futuro que les espera pero no paran de quejarse. Al menos, los cerca de cien cubanos distintos con los que llegué a hablar. La moneda real -ya oficial, sin disimulos- es el dólar USA. El peso cubano, que sólo se usa para devolver la calderilla a los turistas, es depreciado hasta por los pedigüeños. En cambio el dólar, -!ay, el dólarsito, tú sabeh"¡- es el sueño desesperado de todos; algo así como una devoción idólatra hacia el becerro de oro, que ha sustituido a la de antigua por la Virgen de la Caridad del Cobre. De manera que puede decirse sin faltar a la verdad que la Revolución ha convertido a la inmensa mayoría de los cubanos fidelistas en buscadores de oro; sólo que este oro es de papel color verde y lleva una foto presidencial norteamericana en el centro geométrico del rectángulo.
El “Mercado Central” habanero -con carne de cerdo y pollo sobre largas mesas de madera sin demasiada protección sanitaria o higiénica- me pareció aceptable comparado con las “bodegas” -únicas tiendas de comestibles--que están sujetas a la cartilla de racionamiento. En esas bodegas esquinadas bailaban apenas cuatro racimos de plátanos negruzcos porque lo que se produce de calidad está exclusivamente a disposición de los turistas en lugares donde no tienen autorizado el acceso los ciudadanos de Cuba.
La Habana es una ciudad hechicera que subyuga y acongoja a quien se atreve a patear sus calles durante varios días seguidos con los ojos abiertos. Seducen sus descomunales imperfecciones, su decadencia obsoleta, sus deslucidos y sus grietas. Y esa artística lentitud, más vaga que calmosa, adornada por el calor que amamanta una gente sensual entregada a la música en todas partes y a todas horas. La Habana sabe a mango y a ron añejo de caña y huele a abrazo sudoroso entre un marinero de aquellos barcos que ya no fondean su puerto. Cualquier mulata de las que pasean por el Malecón con toda la salsa del mundo alojada bajo de la raya de su cintura brilla más que todas las consignas oficiales juntas.
Hay una comida-rancho para los cubanos llamado arroz congrí (a base de alubias negras) mientras el turista disfruta del plátano frito -macho, no dulce, y cortado en rodajas finas como las patatas Matutano- de la yuca y la malanga. Comer langosta -escasa, cara e insípida-, y entre tanta escasez, parece un pecado mortal que no debe cometerse más de una vez mientras no cambien allí las cosas. El café que traje parecía finlandés de puro malo pero a Cuba la salva ese ron ideal para olvidar lo que pudo haber sido y no fue: el ron de los mojitos de la Bodeguita del Medio y de los daiquiris del Floridita.
Cerca del Parque Lenin y el Botánico -con un espléndido jardín japonés- hay un fantástico restaurante -“La Ruina”- levantado sobre muros derruidos de un viejo molino. Pocas veces he visto una conjunción arquitectónica tan perfecta entre los restos apulgarados de una casa hundida y la nueva obra de hormigón y cristal. En un porche gigantesco hay varios árboles centenarios encerrados en una jaula de vigas sin muros pero sacan las ramas por los espacios abiertos como si fueran brazos en busca de la libertad, tan cara allí como la carta del restaurante.
Habrá quien piense que con una experiencia así no le pueden quedar a nadie ganas de regresar a Cuba. No estoy de acuerdo. Ya digo que La Habana tiene algún raro hechizo que te contagia la enfermedad de la nostalgia y las ganas de volver. Volver a escuchar sus boleros inmortales, a pasear junto a los leones de bronce del Paseo de Prado, a mojarte con los bandazos de las olas del Malecón, a tomar otro mojito de ron Legendario y a mirar el cielo por encima de esos buitres que revolotean el cielo azul-añil guardando el cadáver agusanado de la Revolución entre los versos guantanameros del poeta José Martí.
Sergio Coello Trujillo
Escrito por Sergio Coello Trujillo el 25/04/2013 a las 08:28
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