ANTILORQUIANA

   Eran dos. Uno, mendigo, vendía La Farola; esa revista marginal que los indigentes editan con el dudoso y desesperado talento que otorga la continua cornada del hambre. El otro ofrecía paquetitos de Kleenex con un gesto desmayado a los conductores que el semáforo --cómplice del vendedor-- conseguía sujetar con su ojo rojo de cíclope, durante un minuto, antes del cruce.

   Tengo muy oído desde niño que Dios escribe derecho con los renglones torcidos. Quizá por eso algunos nacen obligatoriamente en la miseria, para que luego puedan triunfar siempre que sean capaces de abonar su inteligencia natural con la basura de los contenedores. El caso es que los dos protagonistas de esta historia real que cuento aquí tenían en la misma esquina, plazas, puestos, tiendas y negocios marginales. Y -¡ay!- absolutamente incompatibles. Mal asunto. El Romancero Gitano, junto a esa despiadada competencia que se practica en el mercado socialdemócrata español, ajustaron cuentas pendientes con ellos y entre ambos se levantó una cruz de navajas. Señores policías nacionales, aquí pasó lo de siempre: el cuello del menos hábil de los dos se puso a chorrear sangre como lo hacían aquellos cerdos de las matanzas en familia cuando mi infancia. Dicen que el malherido se ha salvado de milagro. Me alegro, por más que nunca llegue a alcanzar la gloria mediática de otras víctimas mortales con glamour. Ya saben, la emperatriz Sissi, los hermanos Kennedy o Malcom X. En fin, muertos famosos que también estaban vivos --e iban por el mal camino— cuando les pararon los pies.

   Si el director de cine Robert Aldrich viviera hoy, en este caso agarraría una cámara y a estos dos competidores de la miseria madrileña los habría puesto frente a frente. Sobre una lejana y polvorienta calle de un pueblucho de Arizona o de Tejas y bajo ese crepúsculo rojizo que siempre presagia el mismo final violento en épocas decadentes. Hay hombres que arrastran un pasado intenso y terrible pero saben esperar a que llegue el aire crepuscular de la tarde para decirse entre ellos que uno de los dos está de sobra en ese maldito rincón del mundo donde ambos coinciden. Es decir, lo de toda la vida española de Dios; el aguafuerte de Goya con sus dos compatriotas-fiera sembrados en el suelo y deslomándose a garrotazos.

   A mí me ha dado cierto no sé qué enterarme de esta pelea a cuchilladas entre un vendedor marginal de Kleenex y el desahuciado agente de ventas de la revista de los mendigos. Más que cualquier ensayo, el asunto alumbra ese oscuro punto de destino al que hemos llegado, tras caminar treinta y tantos años confiando a ciegas en nuestros guías políticos, sociales y mediáticos. La España próspera y moderna –aquella a la que no la iba a conocer ni la madre que la parió, y en la que todos tendríamos nuestra oportunidad de hacernos más o menos ricos— al final siempre se acaba encontrando con la luz roja de un semáforo, una navaja y un crimen. Por eso ha estallado esta tarascada de pinchos y sirlas entre este par de arrojados empresarios de los negocios del hambre; cada cual quiso defender con uñas y dientes su pequeño rancho callejero sembrado de excrementos de caniche con lacito. Pura tragedia de Sófocles, ya digo. Y es que cuando dos hombres se lían a navajazos de esa manera es porque anda en juego --¡esta tierra es mía!- el medio metro cuadrado de acera sentimental del que depende la venenosa ración cotidiana con la que alimentar la bestia que se lleva dentro de las venas, el tetrabrik diario de vino peleón en el que sumergir los deseos de recobrar cuando llega la noche aquella Arcadia de la infancia feliz, ya tan perdida.

   No sé lo que hubiera escrito hoy Federico García Lorca sobre esta reyerta. No tuvo lugar en un barranco ni sus protagonistas escuchaban, que se sepa, voces procedentes del Guadalquivir. En realidad, el Guadalquivir ya no da voces sino estertores casi agónicos a su paso por esos molinos derrumbados que quedan junto a la Calahorra cordobesa. A veces, un poco más abajo, se escucha al propio río soltar algún que otro “quejío seguiriyero” cuando se ve obligado a pasar -¡qué humillación!- bajo ese par de arquitecturas farsantes que son los puentes sevillanos del Alamillo y de la Barqueta.

   Al poeta granadino le fascinaban los saltos jabonados de perfil y los lamparones de sangre sobre corbatas de seda. Lo malo –es decir, lo eterno-- a estas alturas de la Historia, es que Lorca lleva mucho tiempo dándole verde a los pinos y amarillo a la genista en el barranco de Víznar, según dicen, y además su familia no tiene el menor interés en saber cuántos tiros le pegaron. Me temo que en su crónica contemporánea sobre esta reyerta él seguiría hablándonos de penas negras y de una españolísima guerra civil diminuta, cainita, interminable. Bajo esas estrellas del atardecer que clavan sus rejones en el agua gris de un alquitrán desgastado que ni siquiera sirve para teñir de luto la capital rota de España. O la capital de la España rota, que ya no tengo nada claro en qué quedará la cosa.

   Lo que sí parece evidente --cristalino, vaya-- es que estas dos figuras camborias del arrabal posmoderno no han muerto suicidadas. La puñetera verdad es que jamás tuvieron la menor oportunidad de ser uno de aquellos teatrales viajantes de Arthur Miller, mitad maduros mitad seniles, que se subían con éxito a todos los escenarios del mundo. Ya saben, tipos con más recuerdos que proyectos a los que les llegan al mismo tiempo la derrota de su vida entera y la jubilación.

Escrito por Sergio Coello Trujillo el 02/11/2015 a las 19:34

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