Creo que fue Georges Clemenceau quien dijo que todos los cementerios están llenos de gente que se creía imprescindible. La frase es una de esas que se pronuncian con la intención de pasar a la Historia aunque el autor, en este caso, había hecho méritos suficientes para ser incluido en los libros con letras mayúsculas a pesar de haber sido sordomudo. Es lo que tienen algunos políticos, que prefieren ser recordados por una gran frase antes que por una buena obra. Pero a lo que quiero tratar aquí hoy, en este artículo, le da mejor juego el título de una obra de Alejandro Casona. El dramaturgo asturiano Casona escribió una comedia dramática titulada Los árboles mueren de pie que se hizo muy famosa en los años sesenta del siglo anterior. No trataba de ecología sino de un matrimonio de ancianos que preferían inventarse el regreso de un pasado a la carta antes de que ese pasado --el de verdad, con sus fantasmas y sus dolorosos recuerdos-- regresara a sus vidas para amargárselas. Viene mejor este segundo ejemplo, ya digo, porque he recordado recientemente una noticia que leí hace unos cuantos años. La noticia informaba de que una compañía funeraria australiana, la Palacom, consiguió autorización para enterrar de pie a sus clientes. Quizá sea redundante aclarar que los clientes de las funerarias siempre son los muertos. Argumenta --con incontestable evidencia, por cierto-- esta compañía de sepultureros que, enterrados así, los difuntos ocupan menos sitio. Y eso que se ahorran todos, ellos y los familiares. Se ve que en Sidney, nuestras antípodas, el suelo también es la piedra preciosa que más brilla en los archivos del registro de la propiedad.
   Los hombres no somos árboles. Si lo fuéramos, la mayoría de nosotros no cumpliría los cincuenta. Entre pirómanos y concejalías de Medio Ambiente supuestamente ecologistas nos harían desaparecer por miles en incendios imposibles de controlar o de uno en uno, a degüello, con la motosierra del Parque Municipal de Servicios. Pero en cualquier caso, para qué nos vamos a engañar, tumbado en una cama sólo expira un porcentaje pequeño y privilegiado de todos esos hombres que mueren diariamente en el mundo. Así que la fuerza de inercia que tiende a mantenerlos en la postura paralela al suelo no es una razón de peso a la hora de defender la tradición del descanso horizontal en paz. Es más, recuerdo haber asistido a algún que otro duelo en los que acabé preguntándome si el motivo de que mantuvieran tumbado boca arriba al fallecido no sería para que en el supuesto caso de que se le abrieran los ojos de golpe, por un movimiento reflejo, sólo pudiera ver la pintura blanca del techo y no las abundantes lágrimas de cocodrilo que les colgaban de los párpados a esos familiares que le trataron fatal a lo largo de su vida. Además, en estos tiempos uno corre el peligro de que después de muerto vuelva a tropezarse con algún funcionario riguroso; uno de esos que exigen el levantamiento de tu propio cadáver para que le aclares alguna duda sobre el acta de defunción. De manera que si te han enterrado de pie tu declaración estará a la altura que exigen las circunstancias. Porque, ya se sabe, para un ciudadano de a pie las circunstancias siempre acaban desembocando en una ventanilla oficial.
   El peso de la economía se deja notar en todo --especialmente en las cosas del espíritu-- así que con esta ola de especulación terrenal que nos invade los nichos han acabado sustituyendo a los panteones antiguos. De acuerdo, a un muerto enterrado de pie se le puede confundir con un legionario haciendo guardia en una trinchera y, por supuesto, es mucho más poético ese cadáver solitario del vikingo tendido en la pira, sobre la cubierta, que se adentra en el mar con el barco en llamas. Pero que te entierren de pie resulta más práctico y barato. Y más acorde con esta nueva forma de vivir en la que nos hemos empeñado hasta las cejas. Tomamos la caña de cerveza en la barra de un bar sin mesas ni sillas y comemos rápido en posición de firmes unos platos combinados en cualquier cafetería sin personalidad. Hasta residimos en una casa que llamamos adosado pero que, en realidad, en un piso vertical donde el constructor ha puesto las habitaciones unas encima de las otras, como puso los ladrillos en los tabiques de papel. El adosado está muy de moda y permite vivir a la gente que no ama el deporte con otro estatus, a la vez que le obliga a practicar, sin darse cuenta, el deporte de la escalada. Como el chalé adosado tiene la virtud de que cualquier cosa que necesitas nunca se encuentra a tu nivel sino en la planta de arriba o en la de abajo, te acostumbras a vivir de pie antes de que te llegue la hora de morir de rodillas. Porque unas rodillas así viven mucho pero acaban muriendo como todas y las rodillas del escalador, antes de fenecer, le pasan factura al corazón por tantas y tantas escaleras subidas y bajadas.
   Pido disculpas a aquellos lectores para los que el asunto de la muerte les produce una especie de repelús. Les entiendo aunque no piense igual. A la muerte no se la espanta mirando para otro lado; es preferible considerarla una posibilidad más de la vida, en lugar de simular ignorancia ante ella como si fuera un tabú. Para Stephen Kane, el maquillador de cadáveres que trabajaba en la morgue de Los Ángeles, la única diferencia que había entre un ser vivo y su cadáver era económica. Una vez me dijo:
   “- Cuando pasas a ser un cadáver lo único que cambia es que, simplemente, dejas de cobrar dietas.”
   En esto también siento una sana envidia de Groucho Marx. Cada vez que Groucho trataba el tema de la muerte las musas de la inspiración venían corriendo en su ayuda a galope tendido. En los cumpleaños de sus ex-esposas, él les enviaba invariablemente una tarjeta que decía siempre lo mismo:
   “Como sigas cumpliendo años acabarás muriendo de vieja. Besos.”
   En otra ocasión le preguntaron cuál sería su última voluntad llegada la fatal ocasión y él, que casi treinta años después de su fallecimiento sigue siendo igualmente genial, respondió entonces:
   “Cuando muera quiero que quemen mi cadáver y que el diez por ciento de mis cenizas sean arrojadas sobre mi representante.”
   A partir de ahora, y antes de que sean enterrados verticalmente como las momias asesinas del cine clásico de terror, algunos muertos australianos serán conservados en el depósito de la morgue hasta que sumen la docena y resulte mínimamente rentable su transporte al cementerio. Un cementerio lleno de tumbas-pozo donde sus esqueletos podrán recordar a coro que hubo un tiempo en que también vivieron así: agrupados, de pie, inmóviles y en silencio.

Escrito por Sergio Coello Trujillo el 29/09/2017 a las 00:44

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