La historia de la Humanidad está llena de cadáveres ficticios. En muchas batallas, la supervivencia del único soldado que quedaba vivo en un ejército recién aniquilado dependía de lo bien que supiera hacerse el muerto, mientras los vencedores revisaban cientos de cuerpos tendidos vistiendo el uniforme del enemigo para darle el tiro de gracia al que moviera una sola pestaña. Y los toreros, después de una cogida sin consecuencias, se quedan inmóviles sobre la arena --como si el toro hubiera acabado con ellos-- porque el animal no ha pasado por una Facultad de Medicina ni lleva colgando de los cuernos un fonendoscopio para escuchar las palpitaciones del corazón de los hombres. El corazón de los hombres ya se sabe, no es como el de las mujeres. El corazón femenino sufre taquicardias emocionales con frecuencia porque la sensibilidad especial de la que ha sido dotado se dispara con esas pequeñas cosas de la vida que son las fundamentales y que nosotros los hombres ignoramos olímpicamente porque creemos que carecen de la menor importancia. Por supuesto que existen mujeres con la sensibilidad de una hormigonera y uno ha conocido a alguna. Chicas de esas que cuando les regalas un ramo de rosas se quedan con las espinas y tiran todo lo demás a la basura. Pero a lo que iba, creo que hay pocas cosas que hagan palpitar con aceleración a la mayoría delos corazones masculinos. Así, de primeras, se me ocurren apenas tres: mientras pisa el acelerador del coche en quinta marcha hasta que la aguja del cuentakilómetros marca las tres y cuarto, cuando presiente la cercanía de un peligro grave e inminente y durante ese momento sublime en que sube la escalera que le lleva hasta el dormitorio de ella, esa primera vez que le ha dicho “Quédate a dormir aquí esta noche”.
Pero no es de sensaciones sexistas sino de falsos cadáveres --y de muertos que no lo son-- de lo que uno pretendía escribir esta vez. No estoy seguro del todo, pero creo que es de Edgar Allan Poe ese relato tan corto como aterrador en el que a un preso --que comparte celda con otro compañero recién fallecido-- se le ocurre utilizar la treta del Conde de Montecristo para escapar de la cárcel. Ya saben, lo de sacar al verdadero muerto del ataúd y suplantarle para que le trasladen a uno fuera, aunque sea supuestamente con los pies por delante. Aprovechando la ausencia del carcelero este recluso tan avispado del cuento de Poe cambia el cadáver de sitio y le deja sobre su camastro tapado por la manta, como si fuera él mismo durmiendo. Luego se mete dentro de la caja de madera y cierra en falso la tapa desde dentro confiando en que el carromato le trasladará hasta el cementerio del pueblo donde el trayecto le puede ofrecer, sin duda, alguna oportunidad para escapar. Desgraciadamente, el protagonista no cuenta con que esa prisión pueda tener su propio cementerio y que sin salir del recinto amurallado el ataúd relleno con su cadáver ficticio e impostor es arrojado sin miramientos a una tumba abierta, que inmediatamente cubre a paletadas el enterrador. Y como es sabido que hasta lo pésimo es susceptible de empeorar, la caja -que ha dado media vuelta en la caída- se queda con la tapa para abajo, en dirección al centro de la Tierra. La historia termina con el lector acojonado imaginándose dentro de esa tragedia mínima y espeluznante de la que no recuerdo el título pero a la que podríamos rebautizar como La mala suerte de un tipo que se pasó de listo.
Me han venido todas estas vaguedades a la cabeza cuando he leído que en la morgue del hospital del condado de Brasov, en Rumanía, un “cadáver” abandonó su inmovilismo para darle una paliza al médico forense. El mundo moderno está lleno de leyendas urbanas que hablan de tipos que un día dejaron de respirar y todos los demás creyeron que habían muerto aunque siguieran vivos. Gentes que cuando estaban siendo veladas en el tanatorio por familiares y amigos se levantaban de pronto y contaban un chiste verde o pedían una cerveza de barril bien tirada. El adolescente rumano Bogdan Georgescu estaba muerto porque lo decían los sellos y certificaciones de la administración. Y cuando la administración de un país sostiene que la opinión del ciudadano sobre sí mismo debe contar menos que un cero a la izquierda, lo más corriente es que ese cadáver inexacto necesite otro par de vidas más para demostrar que la versión oficial era la errónea. En el caso del joven Georgescu, el forense que estaba de guardia en la morgue creyó advertir un ligero movimiento en el cuerpo cubierto por la sábana blanca y cuando se acercó hasta el muerto a éste le debió de sobresaltar el brillo del bisturí. Quizá pensó, cuando uno resucita lo primero que hace es pensar qué coño hace allí, que después de la autopsia le resultaría mucho más difícil aún convencer a alguien de que era un ser vivo. Los forenses tienen buena fama entre los policías que investigan crímenes pero saben demasiado como para caerle bien a todo el mundo. De acuerdo, todos reconocemos que muchos delitos se aclaran gracias a sus descubrimientos: un pelo del asesino bajo la lengua del difunto, una gota de semen del pederasta dentro del oído de la víctima o ese par de microgramos del ADN del estrangulador de Boston entre las uñas de la última ancianita descuartizada Pero a la gente normal los forenses les parecen tipos raros que se emocionan hasta la lágrima con la trayectoria reveladora de un navajazo mortal. Estoy seguro de que este chico, Georgescu, forma parte de la gente normal y corriente, la que no tiene la menor simpatía por esa clase de médico al que sólo visitas cuando ya no eres nadie por culpa de la violencia o cuando te han amputado por la fuerza tu segundo órgano favorito. A causa de su desmayo, Bogdan había sido trasladado a la morgue del Hospital del Condado de Brasov porque no mostraba el menor signo de vida. Y allí fue declarado muerto y depositado en la cámara frigorífica junto con otros cadáveres. Me imagino al muchacho despertándose y sintiendo mucho frío, ese de tantos muertos y muertas --como dirían Irene Montero y Ada Colau-- que le acompañaban en aquel archivador de cadáveres sin el mínimo calor de su amistad. Y, lo que es peor, advirtiendo cómo un tipo vestido de blanco con una bombilla encendida en la frente se dirigía hacia él con un escalpelo en la mano. Menudo pánico. “Creí que venía a matarme", dicen que dijo el falso cadáver. Como si lo lógico hubiera sido creer que venían a leerle el capítulo de la moza asturiana Maritornes en El Quijote.
Se ve que en el mundo real hay menos alternativas que en el cine. Nada de esto habría sucedido si el forense hubiera sido Groucho Marx. Acuérdense de lo que le dice en una de sus películas a aquel tipo que le lleva escuchando más de diez minutos sin pestañear siquiera. De pronto, el mayor de los hermanos Marx interrumpe su discurso, se atusa el bigote, consulta su reloj de bolsillo y le suelta a su interlocutor:
Pero no es de sensaciones sexistas sino de falsos cadáveres --y de muertos que no lo son-- de lo que uno pretendía escribir esta vez. No estoy seguro del todo, pero creo que es de Edgar Allan Poe ese relato tan corto como aterrador en el que a un preso --que comparte celda con otro compañero recién fallecido-- se le ocurre utilizar la treta del Conde de Montecristo para escapar de la cárcel. Ya saben, lo de sacar al verdadero muerto del ataúd y suplantarle para que le trasladen a uno fuera, aunque sea supuestamente con los pies por delante. Aprovechando la ausencia del carcelero este recluso tan avispado del cuento de Poe cambia el cadáver de sitio y le deja sobre su camastro tapado por la manta, como si fuera él mismo durmiendo. Luego se mete dentro de la caja de madera y cierra en falso la tapa desde dentro confiando en que el carromato le trasladará hasta el cementerio del pueblo donde el trayecto le puede ofrecer, sin duda, alguna oportunidad para escapar. Desgraciadamente, el protagonista no cuenta con que esa prisión pueda tener su propio cementerio y que sin salir del recinto amurallado el ataúd relleno con su cadáver ficticio e impostor es arrojado sin miramientos a una tumba abierta, que inmediatamente cubre a paletadas el enterrador. Y como es sabido que hasta lo pésimo es susceptible de empeorar, la caja -que ha dado media vuelta en la caída- se queda con la tapa para abajo, en dirección al centro de la Tierra. La historia termina con el lector acojonado imaginándose dentro de esa tragedia mínima y espeluznante de la que no recuerdo el título pero a la que podríamos rebautizar como La mala suerte de un tipo que se pasó de listo.
Me han venido todas estas vaguedades a la cabeza cuando he leído que en la morgue del hospital del condado de Brasov, en Rumanía, un “cadáver” abandonó su inmovilismo para darle una paliza al médico forense. El mundo moderno está lleno de leyendas urbanas que hablan de tipos que un día dejaron de respirar y todos los demás creyeron que habían muerto aunque siguieran vivos. Gentes que cuando estaban siendo veladas en el tanatorio por familiares y amigos se levantaban de pronto y contaban un chiste verde o pedían una cerveza de barril bien tirada. El adolescente rumano Bogdan Georgescu estaba muerto porque lo decían los sellos y certificaciones de la administración. Y cuando la administración de un país sostiene que la opinión del ciudadano sobre sí mismo debe contar menos que un cero a la izquierda, lo más corriente es que ese cadáver inexacto necesite otro par de vidas más para demostrar que la versión oficial era la errónea. En el caso del joven Georgescu, el forense que estaba de guardia en la morgue creyó advertir un ligero movimiento en el cuerpo cubierto por la sábana blanca y cuando se acercó hasta el muerto a éste le debió de sobresaltar el brillo del bisturí. Quizá pensó, cuando uno resucita lo primero que hace es pensar qué coño hace allí, que después de la autopsia le resultaría mucho más difícil aún convencer a alguien de que era un ser vivo. Los forenses tienen buena fama entre los policías que investigan crímenes pero saben demasiado como para caerle bien a todo el mundo. De acuerdo, todos reconocemos que muchos delitos se aclaran gracias a sus descubrimientos: un pelo del asesino bajo la lengua del difunto, una gota de semen del pederasta dentro del oído de la víctima o ese par de microgramos del ADN del estrangulador de Boston entre las uñas de la última ancianita descuartizada Pero a la gente normal los forenses les parecen tipos raros que se emocionan hasta la lágrima con la trayectoria reveladora de un navajazo mortal. Estoy seguro de que este chico, Georgescu, forma parte de la gente normal y corriente, la que no tiene la menor simpatía por esa clase de médico al que sólo visitas cuando ya no eres nadie por culpa de la violencia o cuando te han amputado por la fuerza tu segundo órgano favorito. A causa de su desmayo, Bogdan había sido trasladado a la morgue del Hospital del Condado de Brasov porque no mostraba el menor signo de vida. Y allí fue declarado muerto y depositado en la cámara frigorífica junto con otros cadáveres. Me imagino al muchacho despertándose y sintiendo mucho frío, ese de tantos muertos y muertas --como dirían Irene Montero y Ada Colau-- que le acompañaban en aquel archivador de cadáveres sin el mínimo calor de su amistad. Y, lo que es peor, advirtiendo cómo un tipo vestido de blanco con una bombilla encendida en la frente se dirigía hacia él con un escalpelo en la mano. Menudo pánico. “Creí que venía a matarme", dicen que dijo el falso cadáver. Como si lo lógico hubiera sido creer que venían a leerle el capítulo de la moza asturiana Maritornes en El Quijote.
Se ve que en el mundo real hay menos alternativas que en el cine. Nada de esto habría sucedido si el forense hubiera sido Groucho Marx. Acuérdense de lo que le dice en una de sus películas a aquel tipo que le lleva escuchando más de diez minutos sin pestañear siquiera. De pronto, el mayor de los hermanos Marx interrumpe su discurso, se atusa el bigote, consulta su reloj de bolsillo y le suelta a su interlocutor:
-“O usted se ha muerto o mi reloj se ha parado”.
Escrito por Sergio Coello Trujillo el 16/01/2018 a las 21:14
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