“Hoy ya no se puede decir nada que no se haya dicho antes”, dijo Terencio hace más de dos mil años. De manera que venir a esta página con ínfulas de originalidad me parecería un atrevimiento imperdonable, y repetir los agradecimientos indiscriminados formulados por tantos compañeros, una estridente redundancia. Caeré en consecuencia en otros vicios o perversiones, seguramente, de mayor gravedad, sin descartar la inmodestia.
Cuando recuerdo los años de estancia en la Universidad Laboral, y la inocencia que los acompañó, no puedo evitar evocar las mejores escenas, aquellas en las que desbordantes de plenitud veíamos al mundo a nuestros pies y nos creíamos eternos, casi invulnerables, cercanos a las puertas de la felicidad, integralmente formados, capaces de soportar todo lo bueno y todo lo malo, y de ganar fuera todas las partidas de ajedrez con la soltura que las ganábamos dentro. Hace unos días escribía yo un relato que rememora algunos de sus momentos que revelan el proceso de maduración, donde digo textualmente algo que deseo repetir aquí:
“Nada de aquello hubiera sido posible sin el recurso a nuestro alcance de aviesas amistades, con las que aún estamos en deuda. Hay algo elemental que se impone como primera necesidad, y es reconocer la importancia e influencia de los amigos, que nos sirvieron como modelos y como acicate, y a veces como maestros que ayudaron a consolidar nuestra personalidad, nos enseñaron a comer con los dedos y pisar todos los charcos, caer en las tentaciones y leer libros desaconsejables. De aquellos amigos de los que aprendimos tanto como de los enemigos, que aplaudían nuestros defectos y reían nuestros chistes aunque fueran malos, conservamos los recuerdos más encendidos porque fueron alimento de primera necesidad, y familia elegida y adoptada, que mitigaba la ausencia de la familia biológica atenuando nuestra soledad, nueve meses al año. Y de la estrecha y prolongada convivencia entre aquellos amigos, recordamos en especial la función de ejemplaridad, a la manera en que en el seno de las familias numerosas, unos hermanos representan el ideal de los otros”.
Como no fui un ejemplo, precisamente, de alumno obediente, al salir de la Universidad Laboral con la impresión de estar desnudo, me encontré con un mundo infinito por explorar y deficiencias culturales por cubrir que probablemente no saciaré nunca. El trabajo, de una intensidad feroz, me satisfizo completamente y me dio más de lo que esperaba de él, en ello la terca autodisciplina genéticamente heredada de mis ancestros resultó determinante. Y cuando había realizado más de la mitad de la carrera laboral que me llevó hasta los 65 años, comencé a escribir, era el momento de hacer mal lo que otros hacen bien, pero ciertamente no era nuevo en esto, sino reincidente. Le dediqué más de diez años a un largo libro que titulé “Los apuntes de mi contraeducación”, –no publicado– donde aparecen como maestros: Unamuno, Miguel Hernández, Schopenhauer, Flaubert, Victor Hugo, Nietzsche, Baroja, Arturo Barea, Feuerbach, Voltaire… por no citar más que algunos franceses, alemanes y españoles inscritos en la legión de los condenados, por muchas lenguas, que con sus críticas los hacen más grandes.
Cuando acabé aquel libro, y satisfecho de sus resultados, pensé que era bueno escribir una autobiografía, en efecto puse manos a la obra, llegué a la página 150 y le asigné un título: “Ciudadanos de mundo”. Después me pregunté qué sentido tiene escribir una autografía y, consulté la opinión de mi padre, un obrero culto que también emborronó algunas cuartillas en su día, y me respondió:
“Salvo escasísimas y honrosas ocasiones, lo que cuenta una autobiografía es una serie ininterrumpida de victorias frecuentemente falsas, sufrimientos injustos, y virtudes innatas que para sí quisieran reyes, sacerdotes y políticos de todas las latitudes, y sean del signo que sean. Toda autobiografía que se precie, es una sucesión de autoalabanzas y vanaglorias frecuentemente insoportables, que exigen del lector la paciencia encomiable de comulgar con ruedas de molino, y un aplauso inmerecido en cada página. El narrador de su propia vida, no se equivoca nunca ni conoce límites, cuando menos límites cercanos. Los aciertos atribuidos a su inteligencia son numerosos, su perspicacia, excelente, su buen gusto, indudable, su integridad, a toda prueba. Trabaja bien, se adelanta a su tiempo, es honrado a carta cabal, no es responsable de ningún delito ni falta grave o leve, y detesta la estúpida ineptitud del enemigo o los fracasos y las torpezas del vecino, que airea generosa e impunemente. Escribir una autobiografía, -prosiguió mi padre abusando de la confianza– es pasear chulesca y triunfalmente por el ruedo, como los toreros, y hacer alarde exhibicionista de los méritos y las orejas que el Narciso ha cortado a la vida, guardándose de enseñar las patadas que la vida le ha propinado a él, o las vejaciones humillantes a que le somete sin compadecerse de su insignificancia”.
La respuesta de mi padre me abochornó, fue letal. La tentación de continuar la obra quedó disuelta. Me libró de ello la sensatez. Un poco tiempo después, y tiradas a la basura las 150 páginas autobiográficas, di comienzo a “PÓRTATE COMO UN HOMBRE” un libro escrito en primera persona, y en apariencia autobiográfico, aunque en realidad cuenta la vida novelada de un personaje de ficción, Segismundo Carrasco y Carrasco, tal vez mi alter ego, mi otro yo, al que atribuyo variaciones elegidas de caracteres ajenos, y al que a capricho he podido imputar cuantas defectos me han parecido oportunos, aliñados de alguna virtud que dejo descubrir al lector.
Ahora, por lo que respecta a este apego devocionario, me dedico a escribir relatos. Mi atención a la calle es permanente, pues en ocasiones, una sola palabra escuchada en la consulta del médico, o en la pescadería donde voy a comprar la japuta, me inspira. Me conmueve la condición del animal humano capaz de ascender al misticismo más elitista, beber en las más sanas fuentes de la solidaridad, amar la vida y respetar a los semejantes, o por el contrario repostar en los más abyectos, nauseabundos y miserables muladares de la codicia, la estupidez, la hipocresía, o el fanatismo. Raramente escribo si no me río, pues afirman los humanistas que la risa es el mejor alimento del espíritu, un antídoto de la depresión, buen complemento para la salud del cuerpo, y algo más: porque la alternativa a reírse de las cosas serias, es llorar.
Termino. No cabe duda de que con los años y la natural pérdida de capacidades, me he visto obligado a restringir el número de principios morales y obligaciones para con un sinnúmero de poderes públicos y autoridades. Si ya en mi juventud cojeaba de la obediencia, con el tiempo he ido faltando a la disciplina, y sólo me queda el sentido del deber o la fidelidad a mi conciencia, mi consigna es: Vivir, dejar vivir y hacer todo el bien posible. Lo demás es literatura.
Escrito por Mariano Martín Sanchez-Escalonilla el 25/02/2013 a las 16:54
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