“Sombras nada más, entre tu vida y la mía” cantaba Javier Solís en los años cincuenta, antes de batirse en duelo con aquella úlcera sangrante que se le emboscó en el estómago cuando, en teoría, aún le quedaba mucha vida por delante. La úlcera y el charro mexicano se retaron a ver cuál de los dos aguantaba más sin recurrir a la ayuda de terceros y acabó venciendo la enfermedad. Javier Solís, el famoso cantante de boleros y rancheras, dio la media vuelta a su existencia y se fue camino del cementerio con el sol, cuando moría la tarde; como decía la letra de otra de sus canciones, La media vuelta. Lo único que consiguió fue que en la lápida de mármol bajo la que le enterraron alguien escribiera con letras de tiza un epitafio a la medida del orgullo de aquel tipo que ya era cadáver: “Murió como lo que era, puritito macho”.
Las sombras están a medio camino entre la luz y la oscuridad; esa es la razón de que den tanto juego en la literatura y el cine. En la vida real, en cambio, provocan desconfianza y miedo; inseguridad sobre lo que puedan amparar que casi nunca es bueno. Algunos son tan desconfiados con las sombras que procuran no dormirse jamás en su presencia. Me he acordado de ellas ahora, al caer en el detalle de que todavía no están despejadas todas las sombras que pudiera haber acerca de cuál es el auténtico valor relativo de un hombre. Es curioso, la Humanidad lleva siglos hablando de la paridad de valores entre las diferentes monedas nacionales pero a nadie le había preocupado saber cuál es la diferencia exacta de valor que hay entre unos hombres y otros. Uno estaba razonablemente seguro de que ese precio no dependía tanto de la cuna que nos ha visto nacer como de la capacidad que tenemos para hacer daño a los demás. Tanto puteas, tanto vales. Ese viene a ser el índice de cotización en Bolsa según el baremo que uno lleva comprobado, personalmente, a lo largo de su vida. Día tras día; en la política, en la empresa y en la familia. Quiero decir que con el sueldo semanal de Satanás se venían pagando habitualmente las mensualidades de cinco o seis docenas de ángeles de la guarda con jornada laboral de doble turno. Un comando de soldados-halcón de Israel vale mucho menos que un terrorista islámico porque si los militares judíos llevan en la entrepierna un par de peligrosísimas pelotas abusonas, --a lo puritito macho, como Javier Solís-- cada yihadista lleva en ese mismo lugar un par de docenas de granadas de mano y cinco cartuchos de dinamita ajustados a la cintura. Todo a juego. Y a fuego. Por eso, hoy, un matón resulta mucho más caro que cien ciudadanos pacíficos de esos que se lo piensan dos docenas de veces antes de rebelarse contra el abuso del más fuerte. En general, se le da bastante más valor económico a la chulería de los cantantes de boleros que a sus úlceras que sangran y sangran hasta llevarles de cabeza a su propio epitafio.
Recuerdo, al respecto, lo que me dijo una vez el periodista Tim Douglas cuando discutíamos sobre la maldad humana. Una noche el reportero del Santa Mónica Tribune me estaba contando las fechorías de los tristemente famosos “hermanos Mc Coy”, unos delincuentes que eran hijos de la misma madre y de tres padres diferentes. A los gemelos Mc Coy la policía de los Ángeles los había declarado "enemigos públicos número uno-doble" y cuando yo le pedí a Douglas que me diera su opinión sobre cuál era el más malo de aquella pareja de hermanos desalmados, Tim me contestó sencillamente:
-“El peor de los dos es el que te encuentras primero.”
Bueno, pues eso. Que, desde ahora, y aunque admiro mucho a los villanos como personajes de ficción, creo que no me haría demasiado feliz ser un tipo duro de verdad. Ya saben, un fulano de esos que cuando les paras un momento en la calle con tu cigarrillo en la mano para pedirles fuego, ellos van y te incendian la casa con la familia dentro. Lo reconozco, nunca he sido excesivamente aventurero pero me he visto implicado en algunas situaciones difíciles desde que nací hasta hoy. Situaciones de las que se reiría Rambo pero que darían verdadero pánico a muchos pusilánimes de mi generación. Al fin y al cabo, todos conocemos a individuos que se arrugan en demasía ante la primera amenaza de peligro. Es más, conozco, incluso a alguno cuyo único gesto de valor en toda su vida ha sido atreverse a abrir una botella de champaña sin ponerse antes el chaleco salvavidas.
Quizá debiéramos plantearnos si no habrá muy escasa diferencia entre el miedo a las sombras y el terror a la muerte. Sombras y muerte; ésa sí que es una pareja de hecho. Lo malo es que cuando las sombras se han despejado, la muerte cotiza como arma electoral. Entre matones y cobardes, siempre hay un paisaje de sombras presidido por la cara oculta de la luna.
Para no pocos españoles ser racista no es odiar a los judíos, a los moros o a los negros por su religión o su color de piel. Ser racista hoy en España es, sobre todo, hacer cosas que se consideran xenófobas en estos tiempos. Ya saben, criticar los atropellos del fundamentalismo islámico, exigir medidas serias para reducir la inmigración ilegal e incontrolada --incluida la de color negro-- o ser antinacionalista en el sentido de preferir que cada vez haya menos naciones, menos fronteras y más ciudadanos iguales en derechos. Quizá lo que sucede es que vivimos en un país donde no se tiene nada claro lo que es una verdadera segregación racial, seria y comme il faut. En Whiteville, existe un pueblecito del condado de Nomulatown, estado de Alabama, USA, donde se celebra anualmente un concurso para premiar al vecino más racista del año. La última edición la ganó el propio sheriff del condado por su comentario pronunciado al poco de llegar a la escena de un crimen sucedido en la localidad. Calder, que así se llamaba este tipo de orden con una estrella plateada sobre el corazón, no era excesivamente sensible a las discriminaciones raciales, que digamos. Así que, después de echar un rápido vistazo al cadáver --el de un joven negro con treinta y siete puñaladas en el cuerpo, varias de ellas mortales de necesidad--, se quitó el sombrero para rascarse la calva y luego dijo con mucha calma:
-“Es el suicidio más cruel de todos los que he visto en mi puñetera vida. No sé por qué este maldito asesino negro ha tenido que ensañarse tanto consigo mismo”.
Las sombras están a medio camino entre la luz y la oscuridad; esa es la razón de que den tanto juego en la literatura y el cine. En la vida real, en cambio, provocan desconfianza y miedo; inseguridad sobre lo que puedan amparar que casi nunca es bueno. Algunos son tan desconfiados con las sombras que procuran no dormirse jamás en su presencia. Me he acordado de ellas ahora, al caer en el detalle de que todavía no están despejadas todas las sombras que pudiera haber acerca de cuál es el auténtico valor relativo de un hombre. Es curioso, la Humanidad lleva siglos hablando de la paridad de valores entre las diferentes monedas nacionales pero a nadie le había preocupado saber cuál es la diferencia exacta de valor que hay entre unos hombres y otros. Uno estaba razonablemente seguro de que ese precio no dependía tanto de la cuna que nos ha visto nacer como de la capacidad que tenemos para hacer daño a los demás. Tanto puteas, tanto vales. Ese viene a ser el índice de cotización en Bolsa según el baremo que uno lleva comprobado, personalmente, a lo largo de su vida. Día tras día; en la política, en la empresa y en la familia. Quiero decir que con el sueldo semanal de Satanás se venían pagando habitualmente las mensualidades de cinco o seis docenas de ángeles de la guarda con jornada laboral de doble turno. Un comando de soldados-halcón de Israel vale mucho menos que un terrorista islámico porque si los militares judíos llevan en la entrepierna un par de peligrosísimas pelotas abusonas, --a lo puritito macho, como Javier Solís-- cada yihadista lleva en ese mismo lugar un par de docenas de granadas de mano y cinco cartuchos de dinamita ajustados a la cintura. Todo a juego. Y a fuego. Por eso, hoy, un matón resulta mucho más caro que cien ciudadanos pacíficos de esos que se lo piensan dos docenas de veces antes de rebelarse contra el abuso del más fuerte. En general, se le da bastante más valor económico a la chulería de los cantantes de boleros que a sus úlceras que sangran y sangran hasta llevarles de cabeza a su propio epitafio.
Recuerdo, al respecto, lo que me dijo una vez el periodista Tim Douglas cuando discutíamos sobre la maldad humana. Una noche el reportero del Santa Mónica Tribune me estaba contando las fechorías de los tristemente famosos “hermanos Mc Coy”, unos delincuentes que eran hijos de la misma madre y de tres padres diferentes. A los gemelos Mc Coy la policía de los Ángeles los había declarado "enemigos públicos número uno-doble" y cuando yo le pedí a Douglas que me diera su opinión sobre cuál era el más malo de aquella pareja de hermanos desalmados, Tim me contestó sencillamente:
-“El peor de los dos es el que te encuentras primero.”
Bueno, pues eso. Que, desde ahora, y aunque admiro mucho a los villanos como personajes de ficción, creo que no me haría demasiado feliz ser un tipo duro de verdad. Ya saben, un fulano de esos que cuando les paras un momento en la calle con tu cigarrillo en la mano para pedirles fuego, ellos van y te incendian la casa con la familia dentro. Lo reconozco, nunca he sido excesivamente aventurero pero me he visto implicado en algunas situaciones difíciles desde que nací hasta hoy. Situaciones de las que se reiría Rambo pero que darían verdadero pánico a muchos pusilánimes de mi generación. Al fin y al cabo, todos conocemos a individuos que se arrugan en demasía ante la primera amenaza de peligro. Es más, conozco, incluso a alguno cuyo único gesto de valor en toda su vida ha sido atreverse a abrir una botella de champaña sin ponerse antes el chaleco salvavidas.
Quizá debiéramos plantearnos si no habrá muy escasa diferencia entre el miedo a las sombras y el terror a la muerte. Sombras y muerte; ésa sí que es una pareja de hecho. Lo malo es que cuando las sombras se han despejado, la muerte cotiza como arma electoral. Entre matones y cobardes, siempre hay un paisaje de sombras presidido por la cara oculta de la luna.
Para no pocos españoles ser racista no es odiar a los judíos, a los moros o a los negros por su religión o su color de piel. Ser racista hoy en España es, sobre todo, hacer cosas que se consideran xenófobas en estos tiempos. Ya saben, criticar los atropellos del fundamentalismo islámico, exigir medidas serias para reducir la inmigración ilegal e incontrolada --incluida la de color negro-- o ser antinacionalista en el sentido de preferir que cada vez haya menos naciones, menos fronteras y más ciudadanos iguales en derechos. Quizá lo que sucede es que vivimos en un país donde no se tiene nada claro lo que es una verdadera segregación racial, seria y comme il faut. En Whiteville, existe un pueblecito del condado de Nomulatown, estado de Alabama, USA, donde se celebra anualmente un concurso para premiar al vecino más racista del año. La última edición la ganó el propio sheriff del condado por su comentario pronunciado al poco de llegar a la escena de un crimen sucedido en la localidad. Calder, que así se llamaba este tipo de orden con una estrella plateada sobre el corazón, no era excesivamente sensible a las discriminaciones raciales, que digamos. Así que, después de echar un rápido vistazo al cadáver --el de un joven negro con treinta y siete puñaladas en el cuerpo, varias de ellas mortales de necesidad--, se quitó el sombrero para rascarse la calva y luego dijo con mucha calma:
-“Es el suicidio más cruel de todos los que he visto en mi puñetera vida. No sé por qué este maldito asesino negro ha tenido que ensañarse tanto consigo mismo”.
Escrito por Sergio Coello Trujillo el 10/01/2016 a las 21:56
¿ Te gusta ?