Siempre he creído que atracar un banco en una película es más difícil que en la vida, a pesar de que la creencia general tiende a lo contrario. En el cine, un atraco propiamente dicho suele ser cuestión de minutos pero su planificación –a poco que se trate de un golpe mínimamente serio– necesita semanas de intenso trabajo preparatorio. Primero hace falta un cerebro organizador que elija el objetivo y el método de la operación; luego, ese cerebro tiene que ponerse a buscar esos tres o cuatro hombres de acción, llamados “especialistas”, que entrarán a formar parte de la banda si son capaces de superar las pruebas de selección. Al propietario de la idea se le llama, precisamente el “cerebro” del atraco porque suele analizar con mucha calma y rigor a los candidatos. Los elige uno por uno y echando mano de su memoria sobre quién es quién en los bajos fondos. Por ejemplo, como lo normal es que no desee dejar el menor rastro de sangre nunca incluiría entre los elegidos a uno de esos niñatos inmaduros que quieren presumir de título de atracador sin haber aprobado antes el bachillerato de raterillo. Por mucha pinta de facineroso que exhiba, un tipo que no ha madurado todavía como hombre es poco de fiar como miembro de una banda seria. Es muy posible que le traicionen los nervios en mitad del atraco y se ponga a vaciar el cargador de su pistola sobre los clientes obligados a permanecer tendidos en el suelo. Hasta puede que eche mano de una cerilla y encienda la saca del dinero para alumbrarse cuando el director de la oficina apaga la luz apretando un botón escondido. Un escritor clásico de novelas negras me contó una vez que cierto adolescente inseguro entró en un banco para llevarse el dinero y se quedó allí plantado, con cara de bobo y sin hacer nada, hasta que llegó la policía y lo detuvo. Resulta que se había enamorado perdidamente de la cajera nada más verla. De repente, le había afectado el flechazo más estúpido posible en aquellas circunstancias porque solo atravesó su corazón pero no el de la chica de la ventanilla que le había fascinado. Para colmo –las desgracias nunca vienen solas– ella era lesbiana y para su líbido los hombres no significaban más que bolsitas de semen; el mal necesario, ya se sabe.
Me lo dijo una vez Harry el Sucio después de que un atracador le hubiera dado una alegría –esa clase de alegrías que sostienen el negocio de las pompas fúnebres–, al intentar robar en un banco en el preciso instante en que el duro agente Callahan hacía cola en la ventanilla para cobrar su nómina de policía.
-“Aquel atracador era demasiado joven - me dijo Harry –. El pobre estaba tan alterado que no sabía lo que hacía. Creo que disparó a su propia cabeza porque le pillaba más a mano que la mía.”
En el cine policiaco, insisto, el asalto a la caja fuerte de una entidad bancaria no es más que el prólogo de un futuro bien planificado en el que todo ha de prepararse con antelación, incluso el agujero donde dormirá el botín hasta que pase ese tiempo tormentoso de investigaciones policiales y chismes de confidentes que siempre preceden al archivo definitivo del caso.
En la vida real, sin embargo, y a la vista de lo que dicen las crónicas negras del día a día, tengo la impresión de que atracar un banco puede resultar una tarea relativamente sencilla. Se diría que está al alcance de cualquiera que ande un poco hinchado de esa desesperación juvenil a la que cierta sociología barata ha incorporado al patrimonio ético de la “moral distraída”.
Antes, cuando la canción popular coronaba con el laurel de los héroes a los bandoleros andaluces también había pobres normales agobiados por la miseria. Claro que de ellos no se podía decir que no tuvieran nada. Siempre dispusieron, al menos, de dos cosas: un par de manos para trabajar donde hubiera faena y un par de principios éticos aprendidos en la escuela del humilde ejemplo familiar. Esa gente pobre de solemnidad jamás buscaba atajos tramposos por los que llegar a conseguir el triple del contenido del sobre que llegaba a fin de mes, si es que llegaba.
Ahora, con el estado del bienestar a crédito, una democracia formal de cartas marcadas y ese complejo educacional por la golfería violenta que se ha instalado en la conciencia colectiva, para atracar un banco lo único que hace falta es disponer de un par de armas de juguete lo suficientemente simuladas. Basta que los amenazados con ellas se den cuenta del truco medio segundo después de que haya pasado todo. También ayuda al éxito de un asalto a mano armada cierta confusión mental y muchas ansias de fama en la cabeza del atracador. Me refiero a esa gloria televisiva que es capaz de poner en circulación ante millones de personas un rostro con nombre propio antes de que cambiemos de canal. A decir verdad, también hace falta otra cosa más: una sociedad mediática que ni sabe ni desea distinguir entre dioses y hechiceros, de manera que está dispuesta a hacer un batman del primer personajillo que se ponga una media en la cara o un pasamontañas por montera.
Hace algún tiempo un joven inmigrante rumano, que ejercía de huésped habitual de comisarías, retuvo como rehenes a una docena de personas en la sucursal del BBVA de la calle Libreros de la ciudad donde vivo. Empezó exigiendo al funcionario negociador un millón de euros y luego lo cambió por la petición de un helicóptero. Sospecho que para ir ganando tiempo o para abrir boca. Cuando, por fin, se aclaró respecto a sus verdaderos deseos, exigió lo que de verdad le importaba: un televisor que reprodujese las imágenes que las cámaras grabarían durante las negociaciones. Para cualquier don nadie no hay nada que se pueda comparar a eso de que medio país esté pendiente de él durante un tiempo tan limitado como grandioso. Al joven atracador le entrevistaron los periodistas en la radio, antes de entregarse, y hasta le preguntaron por su estado de ánimo. Mientras tanto, los secuestrados cumplían su papel de angustiado coro decorativo como en las tragedias griegas. Para la prensa, en esta clase de “teatro de operaciones”, lo único que cuenta es el actor protagonista. Sin duda, sabían que nadie sufriría un infarto de miocardio debido al miedo porque todo el mundo es consciente de que el corazón entiende mucho de pistolas falsas. Además, vende más el asalto a un banco de un hombre inmaduro que no sabe lo que quiere que el miedo masivo de veinte familias que ignoran lo que está sucediendo allí dentro con alguno de los suyos. Al fin y al cabo, se trataba de gente común --trabajadores o pensionistas honrados-- y no hay nada tan poco fotogénico y noticiable como eso de vivir y dejar vivir. Se lo escuché decir un día al genial escritor Mark Twain:
-“¿Sabes por qué nos alegramos tanto en las bodas y lloramos mucho en los entierros? Porque no somos los protagonistas.”
No tengo la menor simpatía por los bancos y menos aún, por los banqueros. A lo que ellos llaman servicio al cliente yo lo llamaría de buena gana “abuso de poder”. De hecho, estoy totalmente de acuerdo con mi inolvidable amigo Charly Countesse, que me dio la mejor definición del banquero que he escuchado nunca. Él, que había trabajado toda su vida para algunas de las corporaciones bancarias más importantes del país, me dijo una tarde:
-“Un banquero es un señor que nos presta el paraguas mientras hace sol y exige que se lo devolvamos de inmediato cuando empieza a llover a mares.”
En todo caso, no parece que el mundo haya avanzado demasiado en este asunto de los atracadores sin sentido. El progreso tal vez tenga una deuda mayor con aquellos antiguos padrinos de la mafia que supieron transformar un día sus destilerías clandestinas de alcohol durante la ley seca en negocios decentes capaces de alegrarle la vida al ciudadano con un buen bourbon de marca.
En cambio, me temo que a este chico sin papeles la justicia española le tratará igual que a nuestros delincuentes nacionales. Es decir, mejor que a sus víctimas. Y cabe esperar algo peor: que no tarde en encontrar ofertas mediáticas para plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro sobre su hazaña.
Yo estaría dispuesto a escuchar sin rebelarme que es (un) inocente pero, eso sí, que no me venga nadie con el cuento averiado de que, después de todo, no ha robado nada. Se lo escuché decir una noche al sobrevalorado pintor Andy Warhol:
“Todo el mundo tiene derecho a diez minutos de gloria en la televisión.”
Bueno, pues esas siete horas de gloria televisiva que acaparó para sí mismo este ladrón de tiempo de fama en mi ciudad no eran todas suyas. Les quitó su legítima parte a los otros veinticuatros atracadores de bancos que trabajaron ese día sin un periodista a mano que se hiciera un mal selfie con ellos.
Sergio Coello
Escrito por Sergio Coello Trujillo el 08/03/2016 a las 12:41
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