El peligro de la costumbre

 

La rutina de la vida diaria protege a nuestro cerebro de una sobre carga constante. Pero según Tom Vanderbilt, el poder de la costumbre puede convertirse en un peligro si hablamos del tráfico. Quien no reflexione sobre sus acciones puede acabar siendo el centro de atención de los policías.

 

          Hace algunos años, tuve el placer de probar un coche (con normativas europeas y   sistema métrico decimal), durante todo un fin de semana antes de su presentación oficial en Estados Unidos. En comparación con mi vehículo “habitual” – en aquellos momentos un Yellow Cab (taxi) neoyorquino-, el coche europeo de prueba era toda una bomba. Pero la novedad me puso algunos pequeños problemas. Por un lado, el coche europeo que estaba probando tenía el cambio de marchas manual. Esto representa más placer al conducir, está claro, pero también puede enturbiar un poco la alegría cuando ya hace años que uno conduce coches automáticos y está inmerso en el agresivo tráfico neoyorquino y sus atascos. Y es que Times Square no es el sitio ideal para acostumbrarse de nuevo a las sutilezas del cambio manual. También había otro detalle al que era preciso acostumbrarse: el velocímetro, que solo mostraba los kilómetros por hora (y a nosotros los americanos nos cuesta casi tanto entendernos con el sistema métrico como con el cambio manual). Y pasó lo que era previsible: al rato circulando por el norte de Nueva York, descubrí en mi espejo retrovisor los destellos rojos de la patrulla de policía. Al parecer estaba conduciendo un poco rápido y había rebasado el límite en 20 millas/hora. Los policías mostraron un vivo interés por mi coche en prueba, pero muy poco por mis explicaciones de por qué yo no era capaz de traducir los kilómetros/hora que me indicaba el coche en millas. Y me pusieron una multa bastante considerable.

 

 

 

 

          Esta experiencia es un buen ejemplo de que al conducir damos por supuestas muchas cosas y que a menudo actuamos como autómatas. Cuando me subo a un coche con cambio automático, más o menos apago  mi “aparato de pensar”. Sin embargo, el coche europeo de prueba, me había obligado a pensar, lo que tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Pero de eso hablaremos luego con más detalle.

          Los patrones fijos de comportamiento son como un controlador de velocidad para el cerebro, según escribe el periódico Charles Duhigg en su libro El poder de los hábitos. Gracias a estos hábitos, necesitamos invertir menos tiempo en actividades cotidianas como lavarnos los dientes y nos queda más energía mental disponible, por ejemplo para mirarnos en el espejo y contar las canas que nos han salido. Las costumbres optimizan el consumo de combustible de nuestro motor mental. Duhingg nos recuerda los pasos que dábamos para salir marcha atrás de un garaje cuando hacía poco tiempo que  teníamos el carné de conducir y era necesaria la máxima concentración para cada uno de los pasos a dar: regular el asiento, meter la llave de encendido y girarla, ajustar el espejo retrovisor y ver si existía algún obstáculo en nuestro camino, pisar el freno, meter la marcha atrás, soltar poco a poco el freno mientras observamos el tráfico, alternar suavemente el acelerador y el freno y pedirle a nuestro copiloto que no nos desconcentrara toqueteando la radio.

 

 

 

 

 

          Suena muy complicado. Y realmente lo era. Pero fuimos adquiriendo la rutina paulatinamente. A medida que dejábamos de ser principiantes para convertirnos poco a poco en expertos, dejamos, dejamos de pensar de manera consciente sobre la mayoría de los aspectos de la conducción. Muchas actividades de nuestra vida se desarrollan con el mismo patrón: según varios estudios de la Universidad de Duke, el 40% de nuestras acciones diarias no está gobernada por decisiones conscientes, sino por costumbres. Cuando se sienta en el coche, ya no piensa en abrocharse el cinturón de seguridad: uno simplemente lo hace.

          Y en líneas generales, esto es bueno. Si hubiera que intervenir mucha energía mental para mantenerse en la carretera dentro del carril, quedarían pocos recursos para reaccionar ante repentinas situaciones de peligro. Pero la rutina también nos puede poner en dificultades. Según numerosos estudios, los conductores ignoramos cada vez con mayor frecuencia las señales de tráfico cuando nos encontramos cerca de nuestros hogares. Nos acostumbramos a nuestro entorno y ponemos el piloto automático. Duhigg escribe que, además, adoptamos con la misma facilidad tanto los buenos como los malos hábitos y nos cuesta lo mismo deshabituarnos tanto para lo malo como para lo bueno. Según su análisis, es posible diferenciar tres fases distintas en el proceso de creación de un hábito: el desencadénate o motivo del hábito, la costumbre misma y el premio (este es el que ayuda a nuestro cerebro a recordar un determinado hábito para el futuro). El problema, en el caso de la conducción, consiste en que los malos hábitos, por ejemplo viajar sin el cinturón abrochado, a menudo no tienen consecuencias negativas hasta que es demasiado tarde.

 

 

 

 


Cuando se desee abandonar un mal hábito, Duhigg, recomienda centrarse no tanto en la acción en sí, sino en su desencadenante. Los investigadores llegaron a esta conclusión con el siguiente experimento en una cafetería: un simple cambio en el orden de presentación de los distintos platos tuvo mayor impacto que otras acciones y los comensales eligieron con mayor frecuencia platos saludables. Pero también es posible cambiar la recompensa. Así, por ejemplo, en Suecia se probó un nuevo tipo de radar. En vez de castigar a los conductores que conducían demasiado rápido, la policía comenzó a premiar a los que respetaban el límite. Cuando una determinada estrategia para lograr un cambio de hábitos tiene éxito, el nuevo hábito termina convirtiéndose, con el tiempo, en la recompensa.

 

    Pedro Flores. 

Escrito por Pedro Flores de la Huerga el 14/03/2014 a las 18:58

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