PASO DEL ECUADOR
Miro el instante que ha fijado la fotografía…
Sí, la fotografía en blanco y negro que ha aparecido de repente en la pantalla
del móvil. Y sonrío mientras me asaltan, haciendo chiribitas, recuerdos de un
tiempo pretérito perfecto.
Es el campo de fútbol que hay cerca de las pistas de atletismo. Sierra
Morena se adueña del horizonte y en su falda se vislumbra una mancha
blanca que lastima el paisaje: un edificio excesivo, vigía impasible de la
ciudad, del valle, de la campiña…, semillero y cuartel general de los jesuitas.
Entre bambalinas, unos árboles dispersos y desaliñados, permanecen
atentos a lo que ocurre en el albero.
Y en escena, un puñado de muchachos risueños arropa con (¿excesiva?)
caballerosidad a tres chiquillas ingenuas que no saben muy bien qué hacer
ni qué cara poner. Su indumentaria, escueta, sencilla, (por supuesto,
recatada), y la frescura que desprende el cuadro, informan de que la fiesta
tiene lugar una hermosa mañana de primavera.
Es la instantánea previa a un partido de fútbol peculiar, protocolario, que se
incluye entre los actos programados para festejar el paso del ecuador de la
primera promoción de ingenieros técnicos industriales, mi promoción.
Jugadores y aficionados entusiastas posan con la reina y dos de sus damas
de honor, que añaden belleza y solemnidad al evento. En esta ocasión no
habrá puntos en juego ni trofeo alguno que disputar. Se trata de jugar por el
placer de jugar, de dar rienda suelta a la emoción, a la euforia, a la
satisfacción de haber llegado juntos hasta aquí. Aunque eso sí, habrá que
pelear para ganar el partido (¡si no, vaya gracia!).
La foto es de baja calidad. Ni siquiera permite leer lo que anuncia una
sábana que, a modo de pancarta, enarbolan dos seguidores ultras por
detrás del grupo. Y sin embargo, el momento retratado, tiene la gracia de
remover emociones y sentimientos. Es un despliegue de alegría unánime.
Una alegría que trasciende y se expande más allá del lugar y el tiempo en
que se muestra. La alegría de haber llegado al ecuador de una travesía que
iniciamos años atrás: el ecuador de una carrera hacia una meta volante,
hacia un campo base desde donde, el que consiga llegar, podrá abordar su
particular ascensión a otras cimas que aparezcan en el nuevo panorama.
Tres de los jugadores que posan ya no están entre nosotros. Los observo
con nostalgia y me pellizca el sentimiento:
Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
No perdono a la muerte enamorada
Pero me conforta verlos ahí y recordarlos ahora con la energía y vitalidad
que entonces derrochaban. Ahora que la pena por su ausencia ha dado
paso a la resignación, al consuelo y a la satisfacción de haber compartido
con ellos un tramo apasionante del viaje.
“Por cierto, ¿quién es el que ocupa el lugar del delantero centro?” Si no
fuera por esta foto, su imagen quizá seguiría escondida para siempre en los
pliegues del tiempo, donde habita el olvido. “¿Cómo se llamaba?“ “¡Ah, sí!
Su segundo apellido era Arévalo. Jugaba de delantero. Y a pesar de sus
carencias técnicas, solía rebasar a la defensa contraria gracias a su poderío
físico y su velocidad. Pero le pitaban demasiadas faltas absurdas. Y es que
aunque él se creyera en línea con el último zaguero rival, su nariz ya había
provocado el fuera de juego (¡qué mal repartidos están los apéndices
nasales, carajo! ¡Unos tanto y otros tan poco!). En fin, un saludo afectuoso al
bueno de ¿Pérez? Arévalo, dondequiera que esté”.
Y otro guiño a los demás. De todos ellos podría anotar historias, anécdotas
y vivencias que me dejaron buen sabor y mejor recuerdo. Pero hoy me
apetece dedicarle a él esta hoja de mi diario y el tiempo que me llevará
escribirla. Ahí está, como siempre, en un generoso segundo plano: brillando,
pero sin deslumbrar, como hace la luciérnaga.
Nació en un hogar humilde de una ciudad modesta. Una ciudad a la que a la
gente no le da por ir; quizá porque cuando sale de Madrid rumbo al
nordeste, se encuentra con ella demasiado pronto; o quizá porque vive al
lado de otra ciudad con más caché cultural, pues fue cuna del genio más
grande de la literatura universal y el cardenal Cisneros la eligió para fundar
una de las Universidades mas prestigiosas del mundo.
Los árabes merodearon por allí entre los siglos VIII y IX y algunas de sus
tribus decidieron asentarse a la orilla izquierda de un río que rodaba cantos
hacia el sur y al que llamaron por ello “El río de las piedras” (pero en su
lengua). Poco a poco, el poblado fue creciendo, lo amurallaron y fundaron
una ciudad a la que pusieron el mismo nombre con que bautizaron al río.
Dos siglos después, Alvar Fáñez de Minaya, lugarteniente de El Cid, la
conquistó para el rey Alfonso VI, aunque hasta la batalla de Las Navas de
Tolosa (1212), en que los almohades fueron definitivamente derrotados, la
ciudad del río de la piedras no gozó de relativa estabilidad política y social. Y
es curioso que ella haya conservado su nombre árabe y en cambio, el río al
que se lo debe, pasara a llamarse Henares.
El caso es que allí vino él al mundo, mientras el siglo XX estaba llegando a
su mitad. Y allí transcurrió su infancia: entre el ámbar de la miel y la calma
azul de los campos de lavanda. No me resulta difícil imaginarlo paseando
por la ribera del Henares y preguntándose por el origen y el destino de cada
gota de aquellas aguas: ¿cuántas darían de beber a aquellos campos?,
¿cuántas pasarían al Jarama y después al Tajo?; y ¿cuántas se perderían
para siempre en el Océano donde se mira Lisboa?
Pasaron los años, dejó en su hogar la infancia y se vino al sur: una maleta de
cartón forrada con tela a rayas, un tren cargado de futuro, el desembarco en
Rabanales…, y los primeros descubrimientos:
“… La Universidad Laboral me pareció entonces un sitio distinto, moderno,
estimulante. Lejano, apartado. Una arquitectura novedosa para mí. Los
mosaicos, los estanques, el teatro, la iglesia y su larga escalinata… Fue como
descubrir la simetría, el color y la luz. Me sentía afortunado. Los primeros
años fueron quizá los más felices: S. Rafael, Juan de Mena, Gran Capitán;
nombres como Zabalza, Cirilo, Cea, Larrañeta… Nos sentíamos en familia:
los compañeros de clase, los de taller, los de la habitación, los del comedor,
los paisanos…”
Sí, éramos una gran familia que vivía en una especie de colmena; un
seminario, una tribu que cuidaba de sí misma en orden y armonía: la
habitación, la clase, el taller, el estudio, los campos de deporte, el comedor,
el recreo, el baño, la iglesia, el cine, el teatro, la Judería, el bar Colón, el
autobús de ída, el autobús de vuelta…
La vida fluía de forma natural entre acentos y costumbres diferentes. Había
un intercambio continuo de conocimientos, hábitos y experiencias que
ensanchaban el campo de visión de cada uno y enriquecían su particular
modo de percibir la realidad para adaptarse a ella y transformarla.
En aquel ir y venir sin parar, nos deteníamos a menudo en espacios y
ambientes más o menos especiales, de los que surgían amistades estrechas
y duraderas.
Fueron siete años compartiendo con él lugares, tareas, tiempos muertos… Y
aunque no llegamos a ser amigos íntimos, fuimos buenos compañeros. A mí
me hacía bien su cercanía y celebraba que el deber, la rutina o el azar nos
juntara. Su carácter templado, su actitud positiva, su trato afable… Donde
estaba él, había cordialidad.
Era alto, guapo, ágil, resuelto, elegante, educado, discreto, sencillo…, y
reservado, prudente, introvertido. Se movía con soltura dentro del grupo
pero evitaba las distancias cortas. Su timidez lo incomodaba y sin embargo,
se escudaba en ella para preservar su intimidad.
No obstante, había un lugar donde rompía sus frenos, se soltaba el pelo y
dejaba escapar lo que tenía dentro. Y allí era donde sorprendía a todos: el
campo de fútbol.
Fruto del interés, la pasión, la constancia de Pedro S. Ollero y gracias a su
capacidad de convocatoria, llegamos a formar un equipo bien armado en
todas sus líneas. Porteros como Fernando Sanz Ortega al principio y Javier
Errasti y Medardo después; defensas como José Mari Hueso, Toñín Ayala, el
Leo Laguna; centrocampistas todo terreno como Sabater, Parias y Hermida;
magos de la media punta como Jesús López Partida; extremos
supersónicos como Michel, Justino, Carlos Melgosa; Villoria, un interior
izquierda de la garra y calidad del propio Ollero; un delantero rápido y
correoso como Arévalo…
¿Pero en qué puesto jugaba y cómo lo hacía él?
Pues era un organizador nato, un creador de jugadas imposibles, un
visionario del gol, un asistente preciso y generoso. Tenía un estilo depurado,
sobrio, elegante; no descomponía la figura ni en los lances más
comprometidos. Pero sobre todo, era un jugador honesto, un deportista
impecable: jamás cometía faltas intencionadas o gratuitas y aguantaba con
estoicismo las que recibía de adversarios con malas artes. No hacía
trampas, no se quejaba, no culpaba a otros de sus errores; huía de refriegas,
de provocaciones y mantenía siempre las buenas formas. Por eso se ganaba
el respeto de compañeros y rivales.
Resumiendo: era un gran jugador en un caballero; o un caballero en un gran
jugador. Su fútbol se parecía mucho al de dos internacionales de aquella
época: Felix Ruiz, que militaba en el Real Madrid; y Marcial Pina, que
perteneció al Español, al Barcelona y al Atleti.
Yo me sentía afortunado de estar en su equipo y orgulloso de jugar a su
lado.
Por cierto, pensaba cerrar aquí está página de mi diario, pero me ha venido
otro recuerdo de aquel Paso del Ecuador en el que también aparece él y voy
a anotarlo antes de que se evapore (en este caso no dispongo de ninguna
fotografía).
La escena se desarrolla en un patio cordobés salpicado de barriles con
taburetes en derredor, que invitan al saludo y a la charla cruzada. Hay
macetas de geranios, gitanillas y claveles, colgadas de sus propios aromas y
colores; una amplia barra de madera maciza, habitada de figurantes
parlanchines, recibe a camareros intermitentes que cargan sus bandejas con
catavinos de montilla o jerez, ignorando la llamada a misa que hacen las
campanas de la torre de la catedral.
Podría tratarse del Mesón del Conde, aunque no estoy seguro. Miembros del
comité organizador, vestidos de domingo, cortejan a la reina y damas de
honor, que acaban de aceptar la corona y las bandas que las distinguen y
las comprometen a presidir los actos solemnes y festivos de nuestro Paso
del Ecuador. Hay también soldados rasos que representan al grueso de la
promoción y algunas chicas que han acudido invitadas por la corte real:
actores sin guión, coristas necesarios para dar ambiente a la función.
Función que es posible gracias al trabajo ímprobo y meticuloso de la
comisión organizadora que lidera, entre otros, Paco M. De Leyva.
No sé cómo ni quién me propuso a mí para asistir como extra a aquella
liturgia, pero estaba encantado de estar allí: había vino, tapas, amigos, buen
rollo, música… Belleza. ¡Y chicas! ¡Chicas guapas dispuestas a pasarlo bien
con nosotros! ¿Qué más se podía pedir?
Pero la maldita timidez me tenía bloqueado, así que fui a la barra en busca
de un buen antídoto: dos copas de Tío Pepe que hicieron pronto su trabajo.
Cerca de allí, dos chavalas hablaban sin parar y sin reparar en que se las
podía escuchar:
—¡Chica, qué bien hueles! ¿Qué perfume te has puesto?—preguntó la de
pelo claro.
—Se llama Chanel nº 5. ¿Te gusta? —contestó la morenaza.
—¡Pues no me va a gustar!, pero hija, ¡debe ser muy caro! ¿Cuánto te ha
costado?
—A mí nada. Se lo he cogido a mi madre.
“¡Qué casualidad!”, me dije. Ese mismo día había leído yo un artículo sobre
el origen de ese perfume que incluía una famosa entrevista a Marilyn Monroe
en la que hablaba de él.
¡Ya tenía tema para abordarlas y romper el hielo! Empezaba a sentirme libre,
seguro, eufórico. Y ocurrente. Me pedí otro medio que soldé a mi mano, dejé
pasar unos minutos y me dirigí con parsimonia a donde estaban ellas. Me
detuve a su altura, esperé hasta atraer su atención, cerré los ojos, hice una
inspiración profunda y pregunté con voz engolada:
—¿Chanel nº 5?.
—¡Sí! —contestaron sorprendidas.
—¿Sabéis por qué se llama así?
—No, no. ¿Por qué? —preguntaron a dúo.
—Pues veréis. En 1921, Cocó Chanel decidió adentrarse en el mundo de la
perfumería y recurrió a Ernest Beaux, el más prestigioso profesional del
ramo, para crear su propia fragancia. Éste le presentó una serie de muestras
numeradas y la respuesta de ella fue contundente. Ni siquiera tuvo que
probarlas todas. Cuando llegó a la que estaba etiquetada con un “5” dijo:
“¡Ésta!”. “Y se llamará Chanel número cinco”.
—¡Vaya, qué curioso! Y ¿tú cómo has llegado a ser tan experto en él? —
preguntó la morena.
—Gracias a Marilyn Monroe —contesté.
—A ver, a ver, explícate —dijo la otra.
—Bueno, tengo que confesar que cuando vi su película La tentación vive
arriba me enamoré de ella. Y puse una foto suya en mi habitación sobre la
que había escrito “Marilyn, ¡cuánto te hubiera amado yo!” (Esto es
rigurosamente cierto)
—¡Qué romántico! —dijo una.
—Bueno pero ¿eso qué tiene que ver con el perfume? —cuestionó la otra.
—Mucho. En una entrevista que le hicieron en 1952 le formularon esta
pregunta: “¿Qué te pones para dormir?”, y Marilyn contestó: “Tan solo unas
gotas de Chanel nº 5”.
—¡Huy qué fresquita! Pero no veo la relación —insistió la primera.
—Pues la tiene. Cuando supe eso —continué—, me hice con una muestra
gratuíta de las que a veces ofrecen en las perfumerías. Y cada noche ponía
una gotita en mi almohada.
—¿De verdad? ¡Qué romántico! —dijo la casi rubia.
—Y estás tan acostumbrado a él que siempre lo reconoces —dijo la de pelo
negro.
—No siempre. A veces me equivoco —contesté provocando otra duda en
ellas.
— ¿Y eso por qué? —preguntaron a la vez.
—Pues porque ningún perfume huele igual en su envase que fuera de él. Y
es la piel de cada mujer la que, en definitiva, le añade el último matiz, el que
lo hace diferente, unas veces para mejor y otras…
—Y dime, ¿has percibido algo especial en mí? —me cortó la de piel dorada
tendiéndome una trampa.
—No, porque tú llevas otro perfume. Pero te diré una cosa: he notado que el
cutis terso y bronceado de tu amiga lo remata con una leve esencia de
azahar —esto se me ocurrió porque justo detrás de ellas había un macetón
en el que había plantado un naranjo en flor.
—Gracias —dijo la aludida.
Bueno, la comedia iba bien. Había conseguido ganarme su atención y
parecían a gusto en mi compañía; así que me vine arriba: empecé a
sobreactuar, a hablar por los codos, a hacer bromas que no encajaban, a
tratar de corregirlas con cursiladas todo a cien… ¡A cagarla!
Mi actuación fue cayendo en picado: había empezado emulando a James
Bond (el de Sean Connery), y terminé siendo una mala copia del personajillo
patético que encarna Woody Allen en algunas de sus películas.
Poco a poco, la chica que más me gustaba dejó de atenderme y empezó a
fijar su mirada en otro sitio donde había dos compañeros hablando con
naturalidad. Yo seguía actuando para rescatar su atención pero ella buscaba
con sus ojos los de otro.
No sé lo que duró aquella situación, pero cuando admití que era imposible
recomponerla, opté por abandonar. El esfuerzo por ser ameno y divertido me
tenía agotado y no me había dado cuenta de que la chica de pelo claro se
había esfumado sin hacer ruido. A pesar de todo, decidí despedirme con
humor y elegancia:
—Discúlpame —le dije con voz sinuosa y una sonrisa de salón mientras me
abría—, voy a buscar a alguien con quien llorar. Te regalo mi ausencia, pero
me llevo el vapor transparente de tu perfume inquieto (esta última cursilada
no se la merecía).
Entonces ella me cogió del brazo y me dijo:
—¿Tú me harías un favor?
“¡Qué sorpresa! Quizá la película no ha terminado”, pensé.
—¡Pues claro que sí, lo que tú me pidas! —le respondí entusiasmado.
—¿De verdad? ¿Me lo prometes? —preguntó exaltada.
—¡Prometido! —le dije confiado en que se trataría de algo que tendría que
ver conmigo.
—¿Me quieres presentar a aquel amigo tuyo? —dijo mientras señalaba con
disimulo al lugar que no había dejado de mirar,
¡Qué planchazo! Apenas me salían las palabras:
—¿Qui… qui… quién? ¿El de la gomina? —supuse que se refería al ínclito
Llusiá, que lucía un impecable traje príncipe de Gales, una cabellera larga
bien peinada, relamida, y unos modales exageradamente educados, como
correspondía a un miembro importante del comité organizador.
—¡No, no, a ese no. Al que está con él! —me corrigió.
Sentí un bienestar confuso al comprobar de quién se trataba. Era alguien
que no se esforzaba en parecer otro, ni en llamar la atención, ni en seducir a
nadie. Se mostraba como era: tranquilo, afable, discreto…, elegante. Y
además era una persona a la que yo apreciaba.
—De acuerdo, vamos. Pero tendré que decirle tu nombre —me quejé.
—Me llamo Marta —ni siquiera tuvo la delicadeza de preguntarme el mío.
La acompañé hasta donde estaban ellos y fingí un saludo efusivo.
—¿Qué tal? ¿Cómo lo lleváis? -les pregunté.
—Estupendamente, ¿y vosotros? —respondieron los dos.
—Muy bien, muy bien. Por cierto —dije dirigiéndome a él—, quiero
presentarte a Marta. La acabo de rescatar de un cuadro de Romero de
Torres. Marta, éste es Félix. Félix Lamas. Amigos tengas como él —le deseé.
Entonces inventé una excusa y me llevé a Llusiá de allí guiñándole un ojo. Y
él se vengó inventándose otra para dejarme plantado en medio de mi
soledad y mi fracaso. Me sentía mal por mí y bien por Félix. Así que me fui a
la barra para llorar por mí y brindar por él.
EPÍLOGO
Tres medios más tarde empecé a resucitar y a comprender bien la lección, el
mensaje que había detrás de todo lo ocurrido. Me arrepentí, me perdoné…,
y me sentí mejor. Llamé al camarero señalando mi copa vacía, me puse otra
vez en plan cómico, y le dije mientras la llenaba:
—¿Tú sabes el de aquel que va al hospital y dice “doctor, doctor, cuando
hago esto me duele el brazo”. “¡Pues no lo hagas!”, le contesta el médico.
(El gesto en cuestión era un movimiento absurdo, ridículo e innecesario).
Aquel chiste resumía el diagnóstico de mi problema y el tratamiento para
corregir mi desmesura, mis excesos y mis desajustes sociales. Además era
un chascarrillo que invitaba al debate. Pero el chico no estaba por filosofar
conmigo y prefirió la tertulia de fútbol que había al otro lado de la barra.
Así que me ví otra vez solo en medio del enjambre que burbujeaba a mi
alrededor. Solo, pero no perdido. Y en paz.
De pronto noté un aroma que me susurró al oído:
—Un chico solo…, está en mala compañía —era una voz que no me
resultaba extraña.
Aquella fragancia no era Chanel nº 5, pero la reconocí en seguida: era el
perfume de la otra chica, la de pelo claro, la que había estado tratando de
llamar mi atención cuando yo trataba de llamar la de Marta. Me volví para
comprobarlo y … Sí, era ella. La miré de arriba abajo… “¡Joder” “¡Si está
buenísima!”. Y le contesté emulando a Humphrey Bogart en Casablanca:
—Excepto si está esperando a una chica hermosa.
Y hasta aquí puedo leer (mejor dicho, escribir). Lo que pasó después está
mejor donde está: en ese desván de la memoria donde se juntan y
confunden los sueños y los recuerdos.
F I N
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